¿Piedra, papel o tijera? *no* --MEMORIA--

A 33 años del golpe militar, el proceso de reorganización nacional y todos esos nombres que le ponen para no decir que fue lisa y llanamente un genocidio, me acordé que tenía un cuento que había escrito acerca de esto. Y precisamente, lo escribí, hace unos diez años!

Así que bueno, les comparto. Espero que les guste:




¿Piedra, papel o tijera?


Ana y yo nos reímos un montón. Ana es mi novia. Las animadoras están haciendo salir agua de la cabeza de Floppy mientras Juli le hace subir y bajar el brazo. Ahora las animadoras ponen música, a pedido mío, Los Parchís y el cassette de Carlitos Balá. Todos bailamos. Yo la agarro a Ana de la mano y corro a donde está mi mami y le pregunto:
—Má, ¿y las velitas? ¿Cuándo apagamos las velitas?
Ella me dice:
—Ahora en un ratito, Juancho. No seas impaciente. —Y la mira a Ana y le dice en voz baja a mi papá:
—Qué bonita que es Ana, ¿viste?
Pero yo la escucho igual, pero me hago el zonzo y voy de nuevo a bailar.
Cuando termina la música, se apagan las luces y todos empiezan a cantar el “… que los cumplas feliz...” y la veo entrar a mami con la torta que es una cancha de fútbol llena de jugadores de Independiente que la hizo mi abuela. Ella está por llegar. ¡Uy! Suena el timbre. Seguro que es ella. ¿Qué me irá a regalar?



El living-comedor estaba repleto de chicos y chicas que festejaban con una alegría rebosante mi cumpleaños número ocho. Ana se encontraba allí, por supuesto, siempre pegadita a mi lado. Pronto iba a apagar las velitas y, después, claro, la piñata. Mi mamá, mi querida mamá, entró, apareció como un ángel, rodeada del resplandor que irradiaban las ocho velas de la cancha de fútbol en miniatura que se había transformado en torta al caer en manos de mi abuela. Sólo faltaba ella, que seguramente estaba por llegar. Mientras pedía los tres deseos, entre el griterío controlado de mis amigos, mis compinches y Anita, sonó el timbre, un tanto violenta y bruscamente para mi gusto. Con ingenuidad, pensé que sería mi abuelita con algún preciado regalo.



“Que me regalen una bici con rueditas para no caerme pero que se las pueda sacar cuando quiera,
que mi mamá y mi papá estén siempre conmigo,
y que Ana se case conmigo”.
Y soplo las velitas con mucha fuerza y las apago todas de una vez. Y justo ahí, todos empiezan a gritar, sobre todo mi mamá y mi papá. Mi mamá llora. Mi papá grita mi nombre pero no entiendo qué lo pasa. Solamente veo a unos hombres que entran en casa con una ametralladoras espectaculares que parecen de verdad. Empujan a papi y a mami y todos los chicos gritan y corren.



Sin saber que me movió a hacerlo, o quizás sabiéndolo demasiado bien, aferré a Ana de la mano nuevamente y la arrastré hasta mi habitación con rapidez. Ellos no nos vieron y nos metimos debajo de mi cama. Yo le susurré a Ana en el oído:
—No digas nada, por las dudas.
Una sonrisa dudaba, se debatía entre aparecer o no en su boca, ya que ninguno de los dos comprendía muy bien lo que estaba sucediendo. Nos abrazamos casi instintivamente, más como un gesto de protección de uno hacia el otro que como una expresión de cariño, la cual, en ese momento, era muy probable que no encajara en el contexto.
—¿Qué hacemos? ¿Jugamos a las escondidas? ¿Hasta cuando nos vamos a quedar acá? —preguntaba Ana en una sucesión interminable de interrogantes infantiles característicos de sus casi siete años. Me recuerdo a mí mismo que, sin saber por qué, intentaba taparle la boca para que no la escuchasen. Comenzamos a jugar silenciosamente a “Piedra, papel o tijera”, tal vez conscientes de que debíamos quedarnos allí abajo hasta que ya no se oyera nada en la casa y entonces supiéramos que ya se habían ido.



Ana se ríe sin ruido y yo le hago “Ssshhhh!!!” para que se quede quieta. Todavía se oyen gritos. Oigo a Valeria, A Luciana, a César, a Mariana, a Julieta y, a mami y a papi.
—¿Qué pasa, Juancho? —me pregunta Ana. Le digo que no sé con la cabeza. Después de un rato le pregunto en voz baja:
—¿Querés jugar a “Piedra, papel o tijera”? Dale…
Ella me dice que sí con la cabeza y jugamos. Después se ven unas botas de soldado que entran a mi pieza y se quedan paradas en el medio de la pieza. Una me mira con los ojos abiertos como los ojos de huevo de la psicóloga del cole. Después se van.
Después, pasa un tiempo y ya no se oyen más gritos, pero no nos animamos a salir.
—¿Se fueron todos?
—No sé, Anín, pero mi cumple todavía no terminó… Che, ¿viste a esos tipos con ametralladoras que parecían de verdad? Seguro que los trajo papi para darme una sorpresa. Estaba re–bueno, ¿no?
Ana dice que sí con la cabeza. Justo ahí escucho la voz de la abuela que parece que estuviera llorando. ¡Por fin llegó! Se ven sus zapatos entrar a mi pieza y sigue llorando. Bah, creo…



Pensé que se los habían llevado a todos. A vos también. Estaba todo tan desordenado…; todo tirado por el piso. La torta estaba sin comer pero mojada porque parece que se le había caído gaseosa encima. Cuando fui a tu cuarto, no esperaba encontrar nada, pero no podía hacer otra cosa… ¿Quién te dice? A lo mejor sabía que estabas ahí, debajo de tu cama, con Anita. Cuando escuchaste mi voz, saliste con una sonrisa en la cara y tan contento como tu ingenuidad te lo permitía. Me preguntaste:
—Abu, ¿qué me vas a regalar? ¿Viste la sorpresa de papi, la de los hombres de ametralladoras que parecían de verdad? ¿No estuvo re–bueno?
Yo te miré y no pude evitar abrazarte fuerte, tan fuerte como mis brazos cansados me lo permitiesen. A vos y a Anita.
Luego te llevé al comedor y te sorprendiste al no ver a nadie.
—Pero…si todavía no terminó mi cumple… Falta cortar la torta, y la piñata, y el juego del paquete, y…
Me miraste como preguntándome. Y Anita también me miró, con esos ojos enormes de ella. Me parece que ella estaba un poco más asustada que vos.
—¿Y mami y papi? —me preguntaste, y yo no tuve palabras para contarte lo que pasaba, lo que había pasado, lo que iba a pasar. Solamente te abracé, a vos y a Anita. Ella miró los globos reventados en el piso y en las paredes, y se puso a llorar. Vos la miraste y te diste cuenta de lo que le pasaba, y le dijiste: —Dale, Anín, después te doy todos los globos que quieras, si total tenemos más…



E impulsivamente abracé a Ana y miré a mi abuela por cuyas mejillas no dejaban de caer lágrimas de impotencia. Un poco más tarde descubrí que mi abuela me había comprado una bicicleta nueva, de color rojo, con rueditas que se ponían y se sacaban. Mi primer deseo de cumpleaños se había cumplido.
Desde ese día viví con mi abuela; al principio, sin comprender por qué y luego odiando el poder entenderlo. Mi papá y mi mamá siguen estando conmigo siempre; él sacándome las fotos del cumple y ella con la torta iluminada en sus manos. El segundo deseo también se cumplió. Mi esposa, veinte años después, dice que tuvimos suerte: la suerte de ser principiantes en la vida y de no haber sabido lo que pasaba y, por supuesto, la suerte de que el tercer deseo también se cumpliera.



Domingo 28 de marzo de 1999
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El Alma en su Laberinto ·· Hoy, sin olvidar.

2 se animaron!:

Condesa da Estálaleche dijo...

Pensar que ni siquiera viví la dictadura y no puedo pasar por la ESMA sin que se me haga un nudo en la garganta.

Muy bueno el cuento, estimado fósil.

Alma en su Laberinto dijo...

Condesa Querida!! Re-apareció!! Pensé que no volvería a saber de usté!

Eso que menciona, se llama conciencia colectiva. Algunxs pueden tenerla y otrxs no, simplemente porque (entre otras cosas) son unxs inconcientes.

Qué bueno que le gustase el cuento. Sé que lo escribí siendo una niña, pero tendría que re-escribirlo para mejorarlo. No podría simplemente "corregirlo". =o)

Estimada Condesa, a ver cuándo da señales de vida y podemos salir a apabullar con nuestras increíbles e inconfundibles presencias por la Ciudá.

Muchos Besos para usté y su Sra Condesa! =o)

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